En la mañana del día de hoy, el dictador y genocida, Jorge Rafael Videla, murió en el penal de Marcos Paz. Desde la dictadura cívico-militar que encabezó, puso en marcha un plan sistemático genocida con secuestros, saqueos y desaparición de personas, y una política económica neoliberal que fue el puntapié de inicio de uno de los procesos de vaciamiento y entrega a los capitales financieros más duros para la sociedad argentina. Fue condenado por delitos de lesa humanidad en distintas causas.

Una vez concluída la dictadura cívico-militar, fue juzgado durante el Gobierno de Alfonsín, junto a todas las Juntas Militares que formaron parte del período más negro de nuestra historia. Allí recibió su primera condena a reclusión perpetua, cosa que no se cumplió debido a los decretos de indulto firmados por el ex Presidente Carlos Menem. En 1998 fue detenido por la única causa que quedó afuera de los indultos: los robos de bebés. Gracias a la lucha de los organismos de Derechos Humanos, encabezados por Abuelas y Madres de Plaza de Mayo e HIJOS, se logró que los más grandes asesinos de nuestra historia estuvieran otra vez presos.

Luego de 2003, llega la reparación de la mano de la anulación de las leyes de impunidad, promovida por Nestor Kirchner y avalada por la Corte Suprema, lo que permitió la reapertura de todas las causas que quedaron congeladas en 1987. La imprescriptibilidad de los delitos cometidos permitió que todos los genocidas sean juzgados, juicios que continúan hasta el momento. De esta forma, los compañeros desaparecidos (entre los que figuran los dirigentes docentes Isauro Arancibia, Marina Vilte, Susana Pertierra y Eduardo Requena) y el conjunto del Pueblo encontramos la Memoria, la Verdad y la Justicia por la que peleamos tantos años.

Videla murió en una cárcel común, condenado en múltiples causas, en un país que supo recuperar a tiempo su capacidad de instaurar justicia y de hacer valer la ley por sobre la fuerza. Murió viendo como su sueño de impunidad quedó trunco y como la sociedad del miedo que forjó con la sangre de los desaparecidos, y el silencio de una sociedad en algunos casos cómplice, se destruye. Murió sin arrepentirse y sin aportar datos ni de los cuerpos de los desaparecidos, ni de las 400 identidades que aún continúan secuestradas.

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