Somos argentinos, ¿qué nos pasa?”, clamaba ante las cámaras de C5N, casi a los gritos y al borde del llanto, una señora indignada por la “ola de inseguridad” que azota nuestra sociedad. Ello ocurría durante la manifestación de vecinos y organizaciones sociales llevada a cabo en el centro de San Isidro el domingo 26 de octubre. El locutor de la cadena televisiva indicaba que se trataba de la madre del actor y productor Adrián Suar, creador de la tira Poliladron. Unos días antes, cerca de allí, Ricardo Barrenechea había sido asesinado delante de su familia, durante un robo perpetrado en su casa. Era el corolario de una seguidilla de asaltos violentos producidos en la zona durante esos días.
De manera inmediata, el intendente de San Isidro, Gustavo Posse, apuntó al gobierno nacional como responsable directo de la situación, ya que la semana anterior el ministro del ramo había decidido dar por finalizada la presencia de los efectivos de Gendarmería Nacional en 15 puestos de vigilancia instalados alrededor del barrio populoso La Cava, situado a una veintena de cuadras de la intendencia. “El peor de los gestos (del gobierno nacional) fue que en medio de la tragedia levanten el último puesto de control de Gendarmería en La Cava”, sostuvo el mandatario local. Así, para el intendente los autores de esa tanda de robos y asaltos eran delincuentes que habitaban o se refugiaban impunemente en La Cava. Más precisamente, esos hechos lamentables eran una consecuencia inmediata del retiro de los efectivos de Gendarmería del perímetro protector en torno de un barrio que sirve de residencia a las “clases peligrosas” –en términos de la criminología crítica de la zona–.
Como no podía ser de otra manera, durante la noche de aquel trágico día, las autoridades del Ministerio de Seguridad de la provincia de Buenos Aires ordenaron un gran operativo policial en la villa La Cava, “en búsqueda de los ladrones”, según destacaba la prensa al día siguiente, lo que se hizo sin miramientos. Y, obviamente, los ladrones no estaban allí. Así, el círculo interpretativo perverso que proyectaba a La Cava como la fuente de la “ola criminal” se cerraba con la convalidación del gobierno provincial a la exégesis criminológica del mandatario sanisidrense.
Pero el gobernador Daniel Scioli fue por más. En la jornada siguiente, sostuvo que había llegado “el momento de debatir una baja en la imputabilidad de los menores”, vinculando, de hecho, los delitos en ciernes con la criminalidad de menores. En ese sentido, anunció que iba a promover que los legisladores nacionales por la provincia de Buenos Aires presenten iniciativas en el Congreso, para modificar el Código Penal en función de “bajar la edad de imputabilidad para los delitos graves que cometan los menores”. Desde Medellín, el jefe de la policía provincial respaldó a su gobernador, señalando que había “un incremento serio en delitos cometidos por menores de edad”. Y con énfasis exagerado, agregó que en el ámbito provincial “teníamos casi un millón de delitos cometidos por año de estas características”.
La opinión pública se hizo eco durante dos días de esta “ligera” interpretación. Y lo hizo sin ningún atisbo de crítica. Los focos eran puestos en las víctimas de estos acontecimientos, es decir, en la “gente honesta”, según destacaba el cronista de C5N vuelto un criminólogo de estaño durante la marcha de la gente honesta de San Isidro. “Hay que dejar de proteger a los delincuentes y proteger a la gente honesta”, rogaba el locutor.
Por lo observado algunos días más tarde, el asesinato de Sara Josemovsky, en manos de dos ladrones que le dispararon con un arma de fuego para quitarle el dinero que, rato antes, había retirado de un banco cercano a su casa, no generó tanta sensibilidad social. Tenía 48 años y se dedicaba a vender ropa. Vivía en el barrio Santa Rosa, de Florencio Varela, lugar en el que la mayoría de las calles son de tierra. Tampoco tuvo mucho interés colectivo, al menos al punto de generar una movilización social como la ocurrida aquel domingo en San Isidro, el brutal asesinato de Raúl Alberto Lugones, de 36 años, que fue asaltado por un grupo de delincuentes en un barrio de General Pacheco y que, luego de robarle la campera y la plata, le pegaron un tiro en el pecho. Eso ocurrió cuando finalizaba su jornada laboral como repartidor a domicilio de remedios para una farmacia de la zona. Y menos importancia tuvo el asesinato del cabo de la Gendarmería Nacional Roberto Omar Centeno mientras hacía labores de vigilancia dentro de una garita ubicada en una entrada del complejo habitacional Ejército de los Andes, situado en el partido de Tres de Febrero. Tenía 28 años, era casado y con dos hijos, a uno de los cuales, de tan solo un mes de vida, aún no conocía por “cuestiones de servicio”, es decir, por brindarle seguridad a la “gente honesta”.
Sin dudas, el valor social, político y mediático de estas vidas plebeyas es infinitamente menor al de las víctimas de la clase alta de nuestra sociedad. En concreto, ante la trágica muerte de Sara Josemovsky, Raúl Alberto Lugones y Roberto Centeno, no hubo intendentes que declararan el “estado de emergencia” en sus municipios; tampoco se llevaron a cabo movilizaciones sociales con altísima exposición mediática; ni el gobernador Scioli dio conferencias de prensa prometiendo “mano dura” en la lucha contra el delito.
Lo cierto es que a los dos días del repudiable asesinato de Barrenechea, la policía ya tenía identificados a sus presuntos autores. No todos eran menores ni habitaban La Cava. Se trata de una banda de delincuentes del barrio carenciado Puerta de Hierro, de La Matanza, que, según la versión policial y del intendente Posse, forman parte de una organización criminal que usa menores de edad como mano de obra para realizar asaltos y robos a casas y residencias de la zona norte y oeste del Gran Buenos Aires. En definitiva, sólo algunos menores forman parte de esa banda, pero no la conducen ni le brindan apoyo logístico ni operacional, y la misma es de un distrito ubicado a algunos kilómetros de La Cava.
Resulta sorprendente y alentadora la celeridad policial en identificar y aprehender a los autores de tan lamentable hecho. Ello deriva de una refinada labor de inteligencia criminal que resulta, sin más, de la movilización de una extendida red de “buches” que no son más que delincuentes que trabajan como informantes para la policía. O, peor aún, son delincuentes que llevan a cabo acciones criminales con el beneplácito o protección de los sectores corruptos de la propia institución y con miras a engrosar la recaudación ilegal de la misma o de crear un clima de conmoción e inseguridad a través de la conformación de “zonas liberadas”.
Aquella tarde de domingo en San Isidro, las personas movilizadas fueron durísimas en las críticas hacia la política –quizá con justísima razón–- y hacia la justicia criminal, pero no así hacia la policía. Al contrario, parte de la demanda de la “gente honesta” expresada en la cobertura periodística del evento se centraba en un reclamo de mayor presencia policial en las calles y en la ya clásica demanda de dejar actuar a la policía sin controles y sin las repugnantes ataduras de las garantías procesales y las restricciones legales a la discrecionalidad policial. En este marco interpretativo, garantías y restricciones fueron una construcción institucional de la democracia y ello, sin dudas, benefició a la delincuencia.
Es cierto que la policía “detiene, detiene y detiene” tal como señaló la presidenta Cristina Fernández, pero aun cuando lo hace bien casi siempre el peso de la eficiencia aprehensiva recae selectivamente en los delincuentes pobres, rústicos, violentos y menos sofisticados, es decir, los más vulnerables. Son menos, mucho menos, casi insignificantes, las detenciones de delincuentes profesionales dedicados a la criminalidad de alta rentabilidad económica y de notoria visibilidad social –como el narcotráfico, la trata de personas, el corte de autos, etc.–, actividades que en gran medida son reguladas y regenteadas por los integrantes corrompidos de la propia institución policial.
De todos modos, lo importante es lo que queda, lo que dura. Y ello se resume en una ecuación heurística simple, clara, directa: las víctimas del delito violento son la gente honesta e inocente de cuantas ilegalidades se cometen en nuestra sociedad –la que, en general, pertenece a los sectores medios y altos– y los victimarios son menores marginales provenientes de las villas de emergencia situadas en nuestras grandes urbes y que para muchos de nosotros se desarrollaron en las últimas décadas por impulso natural del desarrollo social o del espíritu santo. Hace algunos días, el gobernador Scioli, con pose de sociólogo y con una enorme imprudencia política, sentenció que “las villas son como aguantaderos, lugares de alta peligrosidad, porque salen a robar y vuelven”. Le faltó recordar a Ruckauf cuando postulaba aquella gloriosa prédica de meterles bala a los delincuentes.
Es tan marcada esta porfiada interpretación que cuando estamos ante la presencia de delincuentes que no cuajan con estos perfiles se produce una crisis hermenéutica de gran porte. Para muestra basta un botón. Hasta hoy, las crónicas periodísticas que hacen referencia al asesinato de Sebastián Forza, Damián Ferrón y Leopoldo Bina menciona a éstos como los “empresarios asesinados”. Se los llama “empresarios” sólo porque eran tres jóvenes “blanquitos” de la clase media, profesionales y que pertenecían a familias nucleares bien constituidas. Sin embargo, si estas víctimas hubieran sido “negritos villeros”, con certeza se los llamaría los “delincuentes o narcotraficantes asesinados”.
Lo otro que queda y perdura es la sensación de que a la inmensa mayoría de los políticos de nuestro país les preocupa la inseguridad real e imaginada de la gente sólo cuando ello genera un problema político que ponga en tela de juicio sus proyecciones o sus mandatos. Y si esto no es así, ¿por qué, luego que pasa el vendaval mediático o de la dramatización política no se llevan a cabo los estudios necesarios y se realizan los esfuerzos políticos e institucionales indispensables para establecer las bases concertadas de una política de seguridad democrática entre todos los sectores partidarios? ¿Por qué no se conforman coaliciones políticas y técnicas para implementar estrategias y reformas democráticas de la seguridad de manera consensuada? ¿Por qué no se abandona la perniciosa tendencia a “sacarnos manos” y “chicanearnos” entre los diferentes sectores políticos –oficialista u opositores– ante las cuestiones de la seguridad pública mediante el uso espurio del drama de muchos argentinos? ¿Por qué los problemas de seguridad resultan impermeable a un abordaje técnico y no así a la sobreactuación ideológica y al discursivismo fácil y berreta? ¿Será que se impone la creencia entre nosotros de que las diferencias ideológicas acerca de estos asuntos –diferencias necesarias e inocultables– son un obstáculo ontológico para dialogar y concertar normas, instituciones, políticas, estrategias y discursos? ¿Puede la brutalidad típica observada en gran parte de nuestros comportamientos políticos hacernos creer que el pacto entre actores políticos diferentes es traición y que la dignidad sólo se logra con la imposición hegemónica de discursos y primereadas? ¿Por qué los funcionarios y dirigentes no desisten de decir tonterías sin ninguna fundamentación técnica o conceptual, dando cuenta de que en el campo de la seguridad pública es posible hacer aseveraciones infundadas como no lo está permitido en la economía, la salud o la educación? ¿Por qué la mayoría de los políticos abandonaron tempranamente la función docente y de liderazgo social que todo gobernante o dirigente debe mantener aun a contramarcha de la “opinión pública”, de los medios agoreros y de los sectores sociales cuando sustentan una visión o reclamos contrarios a los principios democráticos? ¿Por qué se considera bestialmente que “hacer política” en temas de seguridad –y en otros– excluye per se cualquier tipo de análisis o estudio, bajo la visión de que ello es un puro intelectualismo incompatible con la política? ¿Por qué no saltó la mayoría de los dirigentes políticos de este país contra el intento chabacano de Scioli de estigmatizar a las villas de emergencia como reductos de delincuentes, recordándole que, en gran medida, esas villas y toda esa violencia delictiva no es más que el resultado directo e indirecto de un modelo económico y político llevado a cabo por el menemismo que lo tuvo a él como uno de sus principales referentes? Se trata de las inseguridades de la política argentina, la que parece haber perdido el rumbo en estos temas.
Marcelo Saín es Doctor en Ciencias Sociales (Unicamp, Brasil).